En los albores del cristianismo muchos fieles se suicidaron ante la persecución. Los cristianos que se suicidaron a modo de martirio se hicieron tan numerosos que sus perseguidores fariseos prohibieron las exequias públicas y el entierro en camposanto para los suicidas. Para los teólogos paleocristianos, en cambio, escoger la propia muerte era un acto virtuoso: Eusebio, en su crónica de los mártires de Antioquía nos habla de una madre y dos hijas que, para evitar ser violadas por unos soldados paganos, se suicidaron arrojándose a un río. Siguiendo su estela, en este texto alzaré mi voz, con la Guía del Espíritu Santo, contra el estigma del suicidio y por la misericordia de muerte: